16/2/19

Hace perfectamente un mes atrás fue la noche más triste de todas. Mamá y yo sabíamos que papá se estaba muriendo pero que él no lo sabía. Temíamos que se despierte y teníamos que disimular. Nada de lágrima ni conversación del tema. Tratamos de hablar de otras cosas y mamá me dijo que si papá se despertaba teníamos que inventar algo de por qué yo estaba ahí porque iba a sospechar. Pensé en decir que me había ido a lo del Tino, que queda cerca, y que me había dado pereza seguir en bici hasta mi casa. Pero papá no se iba a despertar más. Yo pienso que los del hospital saben cuando alguien se está muriendo y son más buenos con la familia, porque las enfermeras entraron a la madrugada y nos vieron a las dos de acompañantes y no me echaron.
Supongo que las dos nos hicimos las dormidas pero ninguna durmió. Yo le pedí a mi mamá si podía dejar el televisor prendido, pero de miedo. No debe ser mentira que la gente que siente muy sola tiene el televisor como compañía. Igual no logré concentrarme en ningún programa. Papá durmió como nos gusta dormir a nosotros dos: a pata suelta.
Nos habían dicho que la gente que muere así empieza a respirar distinto, como agitado. Papá se murió con una cara de placer siestero terrible. Al principio me asusté. Yo estaba sentada en la cama y le agarraba la mano. La mano fría. No hay que hacerse armados raros sobre la muerte, ni siquiera de un ser querido. Sentí cuando la respiración se fue y todo, pero no era. La enfermera más simpática me dijo que había entrado en período de apnea. Pero eso fue rápido. La volví a llamar y le dije que listo, que me parecía que listo. Ahí mamá se animó a llorar, porque yo venía llorando de toda la noche pero mamá tenía la ilusión de que papá se despierte.
Es raro cuando se entiende el vacío. Hace ya un mes y yo lo siento de a ratitos, pero por momentos muy largos me olvido. Cuando me despierto, por ejemplo, hay unos minutos que no me doy cuenta que papá murió.
Después de que viene el médico de guardia y nos da la noticia que nosotras ya sabíamos hace minutos, con mamá nos dividimos las personas a quién llamar: ella mi hermana del medio, yo a mi hermana menor que está viniendo de Costa Rica y va a llegar tarde, y a mi abuela. Me da mucho cómo lo va a sobrellevar mi abuela. Le digo con la mejor voz de no llanto que me sale que mamá la necesita como un roble. Ella tiene 95 años y todos le dicen que está así: "como un roble". Lo entiende y me dice que nos espera en el pueblo.
Hasta el cansancio papá nos había dicho que cuando él muriera quería dos cosas para su velatorio: que repartamos masitas de confitería de "Los vascos" y que suene un disco de Serrat que a él le encantaba. Miraba el dvd del concierto sentado en la computadora sin hacer otra cosa. Lo empezó a decir cuando yo era adolescente. Yo le pedía que por favor cuando él muriera no nos haga pasar vergüenza pero él insistía con los rituales.
Un amigo de él me llamó y me preguntó que quién iba a manejar hasta el pueblo, si mi vieja o yo. Le dije que yo y me dijo que estaba saliendo para Bahía, que él nos manejaba el auto. Con mi papá en todos los trámites del certificado de defunción vinieron estos amigos de la familia. Unos le manejaron el auto a mi mamá. Otro me llevó a mí pero antes esperó en la puerta de "Los vascos" a que abriera para poder comprar las masitas. Su compañera nos iba a esperar en el pueblo con la música que mi papá había pedido siempre.
Al velorio vinieron amigos nuestros y suyos. No me siento boluda al sentirlo, un poco, como celebración de su vida. Yo creo que a mi papá le hubiera encantado su velorio. A algunos no les gustaban las masitas pero yo vi que las pasaban en honor a mi papá. Sus amigos de la adolescencia también vinieron y Perla le puso arriba del cajón una bandera roja y blanca del club para el que trabajó toda su vida.
Escribo como el orto y para no olvidarme todas estas cosas. Al fin y al cabo nadie lee todavía los blogs y esto es como una especie de seguro de mi memoria.
De lo que no me quiero olvidar es que yo me quedé con el celular de mi papá en la mochila y lo atendí ese día porque pensé que querían darnos el pésame. Que el tipo me dijo que perdón, que pensó que era el teléfono de Horacio y que no lo veía desde la colimba pero que hoy lo había pensado y había rastreado su celular. Que le conté al tipo que mi papá recién había muerto y que él, que se llamaba Arturo Tabella o Sabella o Tabera me dijo que se sentía un pelotudo y que yo le dije que el llamado a mí me había resultado mágico. Ese tipo no veía a mi padre desde los 20 años y le hice una biografía muy rápida. Que había vivido una vida re linda, que tenía tres hijas y que yo era la mayor.
Después, no hay muchas cosas más que me quiera acordar de la muerte de mi papá. Por ahí, de cómo paseábamos por el pasillo del hospital y veíamos gente muy flaquita y él me decía que si me daba cuenta que era el único canceroso obeso, que ni así bajaba dos gramos. También de lo pastoso de un arroz primavera que le tocaba comer en el hospital a lo que él subtitulaba que prefería masticar caca.
Cuando tiramos las cenizas en ese pedacito del predio de la cancha de fútbol que él había cuidado, todos quisieron agarrar un puñado. Tiramos en tres lugares de acuerdo a su voluntad: primero en la cancha. Después, en unos fogones por los que mi mamá había rezongado: papá se había llevado parte del piso que hubiera sido del garage de casa para hacer las mesaditas a los costados. El último espacio fue el predio con ese pastito cortado tan al ras. A mí me gustó porque toda la gente que queremos agarró un puñado y eligió su propia parte del terreno. No sé si todos lo vieron como una baile pero eran como 15 personas con la mano extendida eligiendo su propia coreografía, y dejando caer tan de a poco unas cenizas muy negras, que volaban suaves sobre la gramilla.

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