10/11/17

la invasión

                Los habitantes de General Dino Otaviondo se la vieron venir, porque los síntomas sociales eran, digamos, algo tan esperable como la lluvia luego de la calma chicha.
                La cuestión empezó de forma paulatina. Primero hubo ciertas bandadas de loros que poblaron más que nada los galpones del ferrocarril. Los eucaliptus añejos daban al atardecer, una bellísima imagen a contraluz de ir poblándose de aves que volaban por momentos en óvalos imprecisos en la cercanía al follaje. De a poco se montaban en las ramas. Los árboles parecían más corpóreos y además contenían la elocuente vociferación de los barranqueros.
                Para ese entonces Maricha vivía muy cerca de los galpones. Su zaguán daba contra el andén, con la calle de por medio. No era la calle principal pero sí una de las primeras en asfaltarse, y además, donde se hacían los actos de aniversario, por lo que para los otaviondenses era de real singularidad. De tanto contemplar la bandada, Maricha recordó aquella vieja tradición de su madre y su abuela de tejer a dos agujas unas cotorras preciosas que usaban como agarra pava. Buscó en una caja y encontró el molde que usaba su madre, así es como retomó el rito familiar. Tejió una y salió bastante bien. Le puso dos botoncitos negros como ojos y se la regaló a la hija de Marcial, la del al lado. La novia ocasional del turco Estaye también quiso y la devenida en tejedora le confeccionó una, aunque le caía mejor la novia anterior. Así, varias vecinas. Por lo que muchas cotorras bastante parecidas entre sí empezaron a colgar de la llave de gas de la cocina de varias y varios otaviondenses a quién Maricha regaló sin cobrar ni siquiera la lana, inspirada por la bandada del ferrocarril.
                Casi tres meses después la situación no era tan agradable en el pueblo. Casi todas las tardes se empezó a cortar la luz. No se sabe muy bien si por el peso de los miles de loros que invadían el pueblo o porque picoteaban de lo lindo. Cada día tipo seis de la tarde las aves mitigaban el cableado público y casi hasta la madrugada la gente quedaba a oscuras.
                Por esa época habrá sido que Maricha pensó que no tejía más loros porque le parecían unos hijos de puta. Ella no dijo así porque solo en ocasiones especiales decía malas palabras, pero habrá dicho “loros bandidos” o una palabra por el estilo.
                En la iglesia se empezó a organizar un grupo de vecinos más o menos representativos de las instituciones. El diácono, la directora de la escuela especial, la del Jardín y la Vice de la secundaria. También estaban un ex concejal muy carismático, el secretario de la Asociación de Productores de Centeno (APC), la dueña de la radio, dos veteranos de Malvinas y un tipo que venía insistiendo hace años con que él era el ombudsman. Nadie se lo bancaba en Otaviondo pero lo invitaron un poco para pedirle que ya que era el defensor del pueblo, ponga las barbas en remojo ante la catástrofe que estaba sucediéndose. El concejo comenzó a reunirse martes y sábado a las cuatro de la tarde. Las reuniones culminaban tipo seis, porque a esa hora, con el ruido de los loros, era imposible escucharse entre sí (como en cada casa) y por eso había que ir a prender las velas.
                Los peligros latentes eran la psitacosis y la psicosis. Cada integrante del grupo proponía soluciones que habían buscado. El abanico investigativo iba desde recetas de profesionales del rubro a preguntas yahoo, desde posibles concreciones hasta ideas delirantes. Bombas, guiarlos hacia unos tanques envenenados en los campos cercanos a Monte Paquete, infrasonido, unos barriletes de loro barranquero alfa; en fin, faltaba plata e ingeniería al servicio.
                Como a la tercera reunión se sumaron además los de Otaviomascota, que son de la rama mascotera más dura: la que ama a los animales y odia a los humanos. Ellos estaban a favor de cualquier engatusamiento a la bandada pero en contra de cualquier vía que matase aunque sea a un solo loro. La vocal del grupo, Laurita Zambrana, hasta el momento una vecina bastante apreciada, llegó a decir que si alguien ponía una bomba para pájaros ella iba a poner una en la iglesia el martes a las cinco.
                El sábado veinticuatro iba a venir el intendente a festejar la donación municipal de máquinas a algunos vecinos comerciantes: dos cocinas industriales para rotisería “La española”, una heladera mostrador para la carnicería de Ángel Manrique, una máquina registradora para el marido de la consejera escolar, que tenía quiosco. Algunos lo vieron como la oportunidad para pedirle una solución al tema acuciante, pero sus defensores estaban más tímidos. ¿Y el hombre qué puede hacer? El municipio y la provincia están fundidos, mejor que venga de mañana, decían.
                Sergio Raúl Bentimaccia venía por el segundo mandato a pesar de su juventud. Hijo de políticos reconocidos en la zona, representaba la renovación del partido y, además, iba por la re-reelección. Ojos bonachones, hijos en escuela pública, mujer docente en la escuela especial de la capital el partido y un bebé en camino. Había ganado las PASO sobradamente. Solía continuar su metodología de campaña de salir por la calle de los pueblos a charlar con los vecinos y ante cualquier queja les ponía la mano izquierda en el hombro mientras que con la derecha se tocaba el corazón. Con la cabeza hacía un meneo, como un vaivén medio de congoja que a la gente seducía por su humanidad. Les decía hermano, te prometo. Con eso hasta sus mayores detractores quedaban conmovidos. Qué sensible es, yo le creo, decían.
                Bentimaccia venía a Otaviondo en una semana. Las opiniones estaban divididas pero por mayoría se llegó al acuerdo de contentar al intendente con una recepción matinal, un almuerzo a todo trapo y luego, por la tarde, ir infiriendo en el grave problema que los aquejaba. Hay que decirle “grave problema” porque para ese entonces gran parte del día era imposible de vivir, ni siquiera durmiendo se pasaba.
                Los otaviomascota ya no estaban tan preocupados por los loros porque los perros sufrían como locos. Es que el ruido era de la intensidad de cientos de fuegos de artificio estallando en canon.
                Llegó el día de la visita proselitista. La carnicería, el quiosco, y la rotisería tenían las máquinas a inaugurar pero ni las habían prendido. En alguna parte de cada artefacto había un par de cintitas con los colores de Argentina que formaban un moño. El plan era que el intendente agarraría de un extremo, el comerciante de otro y ambos lo desharían. Ángel Manrique había comprado un par de sidras de vidrio, como para sellar el festejo.
                La mañana en que cayó Bentimaccia a Otaviondo no andaba nadie por la calle. Para este entonces la gente ya había perdido el sueño cuando se debía dormir, y lograba conciliarlo luego de que las bandadas abandonaran el pueblo, es decir, muy tarde. Podemos decir también que había mucha gente que no estaba en su sano eje. La novia del turco Estaye era una. Lo había abandonado para irse con el carnicero, ya que no toleraba estar cerca del ferrocarril.
                Maricha no estaba totalmente desequilibrada, pero desde la invasión avícola no habían parado de tejer a dos agujas. Ninguna cotorra más, es cierto, pero al son de los chirridos animales iba, punto por punto, forrando con tejidos a varios objetos de su casa. El calefón, el aparador, los portarretratos. No pasa nada, decía, es hasta que se vayan, porque no me da sueño.
                Bentimaccia salió de la campaña a hacer sociales: la agencia de quiniela, el centro de jubilados, la visita de siempre.
                Se comió muy bien en el almuerzo principal, que fue en la Iglesia. Se inauguraron las cocinas industriales y la caja registradora, y luego, la cara fresca del partido se dirigió hacia la carnicería El Ángel guardián. En los mosaicos color lila limpiados con lejía recientemente había un almanaque de Molina Campos que estaba siempre y un cartel con fibrón que decía “gracias señor intendente por su generosidad”.
                Ángel salió con el delantal impecablemente blanco y saludó al mandatario. En las sillas de plástico que se fueron sentando los concurrentes. De a poco, con la llegada del atardecer, empezó el loraje. El intendente se hacía el que no entendía. El que no sabía de la invasión. Cuando los presentes le vieron la cara de hacerse el sorprendido se brotaron de ira. Pero qué hijo de puta, dijo Maricha. El distrito no era tan chico como para que el tipo no supiera. Además, Bentimaccia había recibido al menos cinco cartas con un cd de audio adjunto, para que él supiese lo que era vivir en ese suplicio.
Le molestó. A la gente les molestó.
                Sergio Raúl empezó a hacer gestos de sorpresa y preguntas, como si recién se madrugara del tema ¿Esto es siempre así? ¿mi secretario no les contestó? ¡Qué increíble!
El titular de APC le gritaba caliente como una pipa y el mandatario le decía: entiendo, hermano, es así.
                La ahora novia del carnicero se levantó de una silla e intentó poner paños fríos al clima caldeado, ahora era la patrona y debía hacerlo notar ante la autoridad, caerle en gracia, disimulando que en las PASO, había votado a la oposición.
                El intendente en una maniobra poco hábil tomó una punta de la cintita inaugural. Se ve que era suave y tersa. Quizás, Sergio Raúl Bentimaccia se la vio venir, porque acarició el extremo de esa cintita y miró al vacío. Por lo menos a algunos, les recordó a esa escena de la película Gladiador, en que el protagonista va acariciando el trigo de forma dulce y entregada.
                Fue todo en un segundo. Los loros se callaron de repente. Pero, todos; dejando la incertidumbre como clima. En el mismo microsegundo el carnicero beneficiario de la heladera mostrador agarró la cuchilla más grande y rebanó el cuello de intendente como el de un lechón predestinado a la faena.
                Nadie gritó. Nadie lloró. Todos salieron afuera a mirar los eucaliptus.
                Ni un loro al atardecer.

                Ahora la gente de General Dino Otaviondo sabe que las elecciones se van a poner impredecibles, pero también, que cuando chirridos de loro barranquero se repiten en una época del año de forma persistente y agotadora, saturando a todo un pueblo, se puede llamar también: campaña política.