9/11/09




Paso la noche sentada al lado de la cama de mi abuelo. De a ratos me recuesto sobre su hombro. Escucho una respiración de tractores pero no lloro. Pienso: que no pare, que no pare por favor que no pare. Es terrible, pero pienso eso. Si respiro al lado me sigue. Es un vaivén lentísimo, de contracturar la espalda. Agarro unos retazos de mi abuela, unos hilos y me pongo a construir pequeños gatos. Hago uno, hago más, hago cuatro. Los gatos se defienden en la oscuridad. Si se me vuelven los ojos felinos las ideas se me aclaran y puedo enhebrar sin dificultad. Veo cosas en la penumbra, veo luces y me tranquilizo, discierno formas y me encuentro más fácil. Si mi abuelo fuera un gato se crisparía de golpe, tiraría las zondas, mi silla, las jeringas y el costurero. Pero ahora yo crío a mi abuelo, que no es gato, confecciono un objeto sin utilidad que no es golden the pony boy y espero a una enfermera enorme que va a llegar cuando a mi me dé sueño, me dijeron, como si todo fuera tan planificable.

1 comentario:

Belén dijo...

uno de esos gatitos ahora vive conmigo!